A quien salvaremos?




El élder Jacob de Jager, ex miembro del Quórum de los Setenta y un converso a la Iglesia, utilizó el siguiente relato como una parábola para todos los misioneros llamados para hacer sacrificios con el fin de salvar a los hijos del Padre Celestial:

“He oído tantos testimonios maravillosos sobre hombres y mujeres que se unieron a la Iglesia, que deseo decir: nunca sabemos a quién hemos de salvar.

“Para ilustrarles mi idea, me gustaría volver por un momento a mi nativa Holanda, donde seis generaciones de antepasados de mi padre vivieron en un pequeño pueblecito pesquero. Los habitantes eran pescadores, trabajaban en la construcción de barcas pesqueras, eran marineros o se encargaban de
arreglar las redes de los pescadores; muchos de ellos se dedicaban también a la tarea voluntaria, pero extremadamente peligrosa, de salvar vidas. Eran hombres valientes, que siempre estaban listos para salir en misiones de rescate.

Con cada ventarrón, había barcas que pasaban por dificultades, y muchas veces los marineros tenían que aferrarse a los aparejos de sus botes, en una lucha desesperada por escapar con vida. Año tras año, el mar reclamaba sus víctimas.

“En una ocasión, durante una fuerte tormenta, partieron varios hombres en un bote de remos para rescatar a la tripulación de una barca pesquera que se hallaba en peligro. Las olas eran enormes y cada uno de esos hombres tenía que hacer un tremendo esfuerzo con los remos a fin de llegar hasta los desafortunados marineros en medio de la oscuridad de la noche y la furia de los elementos.

“Finalmente llegaron hasta ellos, pero resultó que el bote era demasiado pequeño para acomodar a todos los náufragos y, debido a que simplemente no había lugar para él, uno de los hombres tuvo que quedarse a bordo de la barca pesquera; de otro modo habría sido demasiado grande el riesgo de hundirse en el mar. Cuando los rescatadores llegaron a la playa, había muchas personas esperando ansiosas con antorchas para alumbrar la negra noche. Los mismos hombres que habían ido no podían regresar a buscar al náufrago, pues se encontraban exhaustos luego de haber luchado contra los 
vientos, las olas y la lluvia torrencial.

“Entonces, el capitán local de guardacostas pidió voluntarios para hacer un segundo viaje; entre los que dieron un paso al frente sin vacilar había un joven de diecinueve años llamado Hans; éste, vestido con ropas impermeables, estaba allí acompañado por su madre, viendo las operaciones de rescate.

“Cuando el joven se adelantó, la madre, aterrada, le rogó: ‘Hans, te lo suplico, no vayas. Tu padre murió en el mar cuando tú tenías cuatro años y tu hermano mayor Pete lleva más de tres meses desaparecido. ¡Eres el único hijo que me queda!’

“Pero Hans le respondió: ‘Madre, siento que debo hacerlo. Es mi deber’. Su madre se echó a llorar y cuando Hans subió al bote, tomó los remos y desapareció en la noche; ella, inquieta, empezó a caminar de un lado al otro de la playa.

“Tras una ardua lucha contra el mar embravecido, una lucha que duró más de una hora (que para la afligida madre de Hans debe haber sido como una eternidad), el bote apareció ante la vista. Cuando los rescatadores llegaron lo bastante cerca de la playa como para escucharlo, el capitán de guardacostas
hizo bocina con las manos y preguntó, gritando con todas sus fuerzas para hacerse oír a través de la tormenta: ‘¿Lo salvaron?’. 

“La gente que iluminaba el mar con sus antorchas vio a Hans levantarse de su asiento de remero y gritar con todas sus fuerzas: ‘¡Sí! ¡Y dígale a mi madre que es mi hermano Pete!’ “.

“Nunca se sabe a quién podrían salvar. Puede ser al que ha sido sacudido en las tempestades o al que ha sido dado por desaparecido en el mar de la vida. Y cuando en su misión de rescate, hayan salvado a alguien, ¡oh, cuán grande será su gozo en el reino de nuestro Padre!” (véase “¿A quién salvaremos?”,
Liahona, febrero de 1977, pág. 24).